viernes, 27 de marzo de 2009





Miradas para ti

Regards pour toi





...

sábado, 14 de marzo de 2009

La soledad no admite género



(EDWARD HOOPPER. Los halcones de la noche. 1942)




En la calle de atrás de El Borne la humedad huele a semen, las paredes se abrasan de cenizas de cigarrillos baratos y el fango se hunde hasta los huesos.


Nadie atraviesa los pocos metros llenos de asco que separan el infierno de la luz, salvo quienes son arrastradas por hombres de uñas negras y baba en las comisuras, que les pagan por abrirse de piernas, sujetas a la pared, manchadas de carmín barato y zapatos altos.


A las once de la noche empieza la vida para alguien que, tras una persiana corroída por la mugre, clava sus ojos en las bragas que caen a los pies de una peluca rubia. Permanece a oscuras, en silencio, escudriñando otros sexos mientras su mano manosea el suyo. Le cuesta tanto alcanzar el orgasmo como a las mujeres que se dejan penetrar a cambio de veinte euros.



Así cada noche, cada madrugada, cada estación, cada año, desde hace tanto tiempo.

La soledad.


Hoy, sin embargo, una bocanada llena de flemas de sangre, de llanto, de muerte, se ha apoderado de su cuerpo y de su alma cuando, a través de esa persiana carcomida por el paso de tanta oscuridad, ha descubierto la imagen de su hija hundida entre la pared y el pene de un hombre.

Un ruido seco, a este lado de la habitación, ha perturbado el espasmo.

Después, todo ha seguido igual.




lunes, 9 de marzo de 2009

Carta de María Jesús








Sí, lo que yo te digo.

No puedo con los albañiles, fontaneros, pintores, carpinteros, escayolistas y demás especímenes dispuestos a alterar cualquier rutina más o menos acomodada.

Asaltadores todos ellos de mi intimidad; usureros de mi sueño a pierna suelta, robadores de mis cantos matutinos, asesinos de mi integridad física y aun más moral.

Me exasperan sus útiles, sus cajones con herramientas, su calzado lleno de polvo, sus manos grasientas sobre los marcos de las puertas, sus brochas y sus sierras y sus martillos y sus cables y su alegría.

Me enferman, me sacan de quicio, me enervan; me muerdo las uñas, se me cae el pelo, el estómago me grita, la tirria se desencadena, la mala uva se apodera de mí.


Qué manía les tengo a todos ellos.


(¿Ves? Ya me he desahogado. Acabo de limpiar el último rescoldo de un elemento que, para colocar un nimio y ridículo aparatejo, ha desmontado lo indesmontable).



M.Jesús.