
(EDWARD HOOPPER. Los halcones de la noche. 1942)
En la calle de atrás de El Borne la humedad huele a semen, las paredes se abrasan de cenizas de cigarrillos baratos y el fango se hunde hasta los huesos.
Nadie atraviesa los pocos metros llenos de asco que separan el infierno de la luz, salvo quienes son arrastradas por hombres de uñas negras y baba en las comisuras, que les pagan por abrirse de piernas, sujetas a la pared, manchadas de carmín barato y zapatos altos.
A las once de la noche empieza la vida para alguien que, tras una persiana corroída por la mugre, clava sus ojos en las bragas que caen a los pies de una peluca rubia. Permanece a oscuras, en silencio, escudriñando otros sexos mientras su mano manosea el suyo. Le cuesta tanto alcanzar el orgasmo como a las mujeres que se dejan penetrar a cambio de veinte euros.
Así cada noche, cada madrugada, cada estación, cada año, desde hace tanto tiempo.
La soledad.
Hoy, sin embargo, una bocanada llena de flemas de sangre, de llanto, de muerte, se ha apoderado de su cuerpo y de su alma cuando, a través de esa persiana carcomida por el paso de tanta oscuridad, ha descubierto la imagen de su hija hundida entre la pared y el pene de un hombre.
Un ruido seco, a este lado de la habitación, ha perturbado el espasmo.
Después, todo ha seguido igual.